Ignacio Pérez Franco pregonó la Semana Mayor de Sevilla
Diego Benítez. En la mañana de ayer tuvo lugar en el teatro de la Maestranza, el Pregón de la Semana Santa de Sevilla a cargo de Ignacio Pérez Franco. Ignacio comenzó su pregón con estas bellas palabras:
“Hace ya tanto tiempo que te espero
Que imaginé, que nunca llegarías.
Que aquello que soñaba, no existía
que solo era un racimo de recuerdos”.
Pero antes de esto, y entre las interpretaciones de la banda municipal de las marchas “Caridad Coronada” y “Amarguras” tuvo lugar la presentación del pregonero a cargo del delegado de Fiestas Mayores, Gregorio Fernández.
Muy emotiva esta presentación de Gregorio Fernández en la que se presentó a Sevilla por primera vez como delegado de Fiestas Mayores.
A continuación os dejamos con un trocito del pregón dedicado al Viernes Santo en Triana.
“Hay en la ciudad un barrio que, a pesar del éxodo de muchos de sus vecinos de siempre, mantiene, vigoroso, el pulso de la vida cotidiana. El trajín de sus gentes y comercios, el laberinto animoso de sus callejas pero, sobre todo, un poso de gracia singular trasmitida de generación en generación, hace de Triana un lugar diferente dentro de la ciudad, sin que por ello los trianeros dejemos de ser y de sentirnos orgullosamente sevillanos.
Como una pequeña urbe, acunada en la vieja matrona Híspalis, este barrio tiene Catedral, Alcalde y también sus días grandes, o como gusta decir en aquella orilla del río, los días, señalaítos.
Es entonces cuando los vecinos de hoy comparten con los de ayer devociones y vivencias en un torrente de emociones que se desborda inundando sus calles y plazuelas.
Son esos días mañana fresca de domingo de juncia y romero, de colchas en los balcones para recibir, con lo mejor de cada casa, a Jesús Sacramentado, el Amor de los amores. Es también mañanita transparente de miércoles cuando redoblan los cohetes sobre la tersa piel del cielo celeste de un Mayo de Pentecostés y gloria.
Pero sin duda, el día más grande de Triana es el Viernes Santo, con aquel amanecer rosa y celeste que quedó grabado, como un primer amor, en el corazón del pregonero. Memoria de aquella primera infancia feliz cuando, recién levantado, con la cara lavada y un repeluco de emoción en el estómago, aguardaba impaciente en el altozano, con mi familia, la llegada de la Cofradía de la Esperanza, con aquellos nazarenos exhaustos tras haber atravesado el ignoto territorio, para aquel niño, de la madrugada sevillana.
Y es que desde el amanecer, cuando el CRISTO DE LAS TRES CAIDAS cruza en la nave dorada de su paso la segunda aduana del barrio –pues ya pasó la primera en el Arco del Postigo- ubicada en la Capillita del Carmen hasta que la cascada de plata de los candelabros de cola del palio de la Virgen del Patrocinio, gloria bizantina para la Madre de Dios, bese el dintel de su Basílica bien entrada la madrugada del Sábado Santo, el barrio entero es un hervidero de fervor, de devoción sencilla, sincera y profunda, de reencuentros y también de celebración y fiesta.
Para algunos trianeros, la Semana Santa, su Semana Santa, se reducirá a este día, con sus tres Cofradías enmarcadas entre un alfa y omega verde y morado de Esperanza. Allí, en la calle Alfarería junto a la Cerca Hermosa, al abrigo de los viejos corrales tapizados de helechos, pilastras y geranios de las calles Castilla y Pagés del Corro o en aquel lugar donde un día se levantaron los tejares que marcaban la frontera del barrio con las estribaciones del Aljarafe sevillano, muchos volverán, por unas horas, a ser niños y a sentirse, más que nunca, en la propia casa.
Pero ¿Cómo se puede estar de celebración el día en el que toda la cristiandad conmemora la muerte del Señor?
A cualquiera que nos visite y no nos conozca pudiera parecer poco ortodoxo y hasta irreverente este ambiente de celebración y fiesta que se extiende igualmente a otras latitudes de la ciudad. Pero nada más lejos de la realidad. Como dijera el escritor y catedrático Luís Ortiz Muñoz, esa viva alegría con la que se vive en Sevilla la muerte del Señor no es sino cristianismo para el buen entendedor.
Y es cierto. A poco que ahondemos en sus sentidas y sinceras devociones podremos concluir que ese espíritu de celebración tiene una raíz profunda y firme en el amor inmenso que los trianeros profesan al Señor. En él se encuentra fácilmente la clave de esta cuestión. Y por ello, precisamente por amarle tanto, Cristo, nunca muere en Triana.
Ninguno de los Cristos trianeros que procesionan durante la Semana Santa representa la muerte del Redentor. Hasta el Cachorro, que vivifica el momento más trascendente de la existencia de todo ser humano, el del tránsito de la vida a la muerte, deja suspendida su partida, bajo el melancólico sol del Viernes Santo, en el aire tibio de la tarde, sol que se oculta tras un damasco de claroscuros como aquellos altares que se velaban en el antiguo rito litúrgico hasta la noche de la Pascua.
Ese día Triana vivirá con sus Cofradías y con verdadero fervor los últimos momentos de la vida del Señor en una impresionante y hermosísima catequesis plástica que, precisamente, se detiene en el momento de la interminable agonía de Cachorro. En una manifestación de fe singular.
Y así, Cristo, cansado de caminar toda la noche y de caer hasta tres veces, con las fuerzas justas, obedecerá el mandato del centurión que le ordena levantarse del barro para continuar el camino hasta el gólgota y que allí se ejecute la injusta condena que le ha sido impuesta.
Erguido ya, pero encorvado por el peso de una Cruz que sus cofrades le soñaron de carey y plata, JESUS NAZARENO, convertirá la calle Castilla en calle de la amargura tras un reguero morado de cofrades.
Y ya en la Cruz, el CACHORRO apurará el aire de Triana para no cerrar sus ojos y que así, en aquel lado del río, no se pueda afirmar que todo está consumado. Toda una locura de amor a Dios que puede resumirse de esta manera”.